Allá en los países de la arena nació y creció esta leyenda en una pequeña y próspera ciudad de paso, cerca de una ruta comercial. La ruida cayó sobre la ciudad cuando una peste mortal y contagiosa se desató entre la población, obligándo a la monarquía a sellar los muros de la ciudad y aislarla con un cerco militar, debido al peligro de que esta enfermedad se extendiera al resto de la nación.
Toda persona que intentó huir del cerco fue asesinada con flechas y lanzas inexorablemente. Antes de pasar mucho tiempo, no quedaba nadie que se atreviera a intentar escapar, o que siquiera tuviera las fuerzas para ello. Al cabo de unos meses, la ciudad se convirtió en un cementerio, donde los cuerpos se apilaban en las calles sin que nadie intentara darles sepultura. Y al pasar el tiempo, dejaron de asomarse personas suplicantes por los muros, rogando comida y auxilio. Ningún dios se acordó de esta ciudad, del mismo modo que las caravanas simplemente aprendieron a ignorar esa ruta comercial.
Al cabo de unos años, los clérigos adoradores del dios de los muertos solicitaron y obtuvieron el permiso real para ingresar a limpiar la ciudad, con el fin de construir un templo y consagrarla a su oscura deidad. Confiados en la protección de su divinidad, rompieron los sellos y abrieron las puertas olvidadas, que acompañaron con quejidos las invocaciones y cánticos de los adoradores a la gloria y misericordia de su dios.
Centenares de cuerpos secos recibieron, con sonrisas macabras, a sus nuevos habitantes. Allí entonces sucedió lo impensable, lo imposible. En medio de la plaza, bebiendo del agua de una sucia y mohosa fuente, se encontraba un muchacho prepúber envuelto en harapos, ignorándolos de forma tan llana como al horror del siniestro y funesto escenario, un sobreviviente a la peste y el hambre. Su aspecto demacrado y enfermizo daban testimonio de su lucha por la vida. Los clérigos lo acogieron como a una señal de su dios, alabando al Señor del Más Allá por aprobar su decisión.
Muchas temporadas les tomó a los clérigos lograr volver a armar la mente fragmentada del muchacho, que se habia refugiado de alguna forma para soportar a las lúgubres y extremas situaciones vividas. Cuando el joven volvió a tener dominio de su mente, descubrieron que había nacido allí, sin embargo, el trauma acontecido le cerraba gran parte de sus recuerdos. Casi nada sabía, nadie de su familia y amigos había sobrevivido, con la excepción de una hermana que se habia escapado al destino por haber salido de la ciudad en una caravana, antes que se declarara la enfermedad.
Khalid es el nombre con todos lo conocen ahora, pero no es el nombre con
que fuera nombrado al nacer. Muchos años y muchas leguas han pasado
desde entonces y aunque quisiera, no puede recordarlo, ni evitar pensar
en sí mismo como Khalid. El nombre que le dieron significa: "inmortal", en honor a haber sobrevivido a la peste que acabó con una ciudad entera.
Bajo la guía de los clérigos, comenzó a estudiar los conocimientos de los muertos, destacándose muy pronto que su experiencia le habia abierto su conciencia de un modo único, entendiendo de una forma instintiva los misterios de la necromancia, donde se convirtió en poco tiempo en un aprendiz de hechicero destacado. Lamentablemente, a diferencia de su mente, su cuerpo aparentemente jamás se recuperaría del todo a la devastadora situación vivida, y a pesar de los años siguió soportando el vivir con un cuerpo disminuido físicamente.
Al pasar los años, tras pasar todas las pruebas para demostrar su talento y derecho a portar las insignias de los magos, Khalid tomaria la decisión de resolver el último asunto que le ataba a su pasado antes de su oscuro renacimiento. Junto a su mascota mística, un felino negro nombrado Netikerty, partió a tierras lejanas para encontrar a su extraviada familiar. Instintivamente viajó confiando en sus oscuras artes, prácticamente sin pistas sobre ella, solo con la convicción que al hallarla podría decidir cuál sería su siguiente camino.
[Siguiente capítulo: Encrucijada].
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